lunes, octubre 31, 2011

Literatura y tecnología


Por Guillermo Vega Zaragoza

La literatura es una de las artes más conservadoras y reacias a la incorporación de elementos exógenos. Es comprensible: el arte de la palabra escrita es uno de los elementos más poderosos y a la vez más frágiles de la cultura y la civilización, por lo que es necesario protegerla y preservarla de la “contaminación” y de las acometidas de “los bárbaros” —como los denominó Alessandro Baricco—, de aquellos que quieren hacerla “cohabitar” con otras artes para expandir sus horizontes. Y, sobre todo hoy en día, mantenerla a salvo de los embates de las nuevas tecnologías.

En una hermosa obra titulada Nadie acabará con los libros, Umberto Eco y Jean-Claude Carrère dialogan acerca del futuro del libro, lo que ha significado para la cultura y lo que podría significar su desaparición. Allí queda muy claro que el libro de papel no desaparecerá sino que convivirá con otros soportes, entre ellos, el llamado e-book o libro electrónico. Destacan que lo importante del libro es el formato y no necesariamente el soporte. Es decir, lo valioso del libro es la forma que inventó el ser humano para organizar las letras sobre el marco de la página, sin importar si es de papel o electrónica. Es decir, el hallazgo de la lectura secuencial.

Sin embargo, paradójicamente, el formato mismo del libro es el que parece haber limitado la posibilidad de experimentación y ampliación expresiva de la palabra escrita. Hace ya casi 50 años, con Rayuela, Julio Cortázar se atrevió a romper con la linealidad de la lectura, planteando una primitiva “novela interactiva”. No me cabe ninguna duda de que, si viviera hoy, Cortázar sería un entusiasta de la Internet y las redes sociales. De hecho, él fue un incipiente bloguero, por ejemplo, en 1983, con Los autonautas de la cosmopista, creado al alimón con su esposa, la fotógrafa Carol Dunlop. De haber existido la tecnología actual hace 30 años, hubiera subido a la red de inmediato lo que escribía en lugar de esperar a que apareciera en forma de volumen. Fiel heredero de Macedonio Fernández, Cortázar buscaba ampliar el restringido ámbito de sucesión de letras sobre el papel. Sus obras Vuelta al día en ochenta mundos y Último round buscaban lograr en libro lo que ahora es posible con los blogs: incorporar y combinar en un solo lugar diferentes formas de discurso literario: cuentos, noticias, poemas, ensayos, reflexiones, aforismos, etcétera, pero ahora también con imagen y sonido.

Hace un par de años, asistí a un taller de crítica de arte que impartía el joven filósofo y curador Javier Toscano. La gran mayoría de los participantes eran artistas plásticos y egresados de la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Todos ellos estaban familiarizados con el arte contemporáneo. Sólo tres personas proveníamos del ámbito literario. Ahí me di cuenta de lo atrasados que estamos algunos escritores en cuanto a nuestra concepción acerca del arte en general. Seguíamos con una visión rígida que se forjó hace más de 2,500 años, en la Grecia clásica, y que lamentablemente domina en la gran mayoría de la población, debido a la deficiente educación artística que se imparte en las escuelas. Me dio mucho trabajo entender que el arte actual no tiene por qué explicarse por sí mismo, que plantea sus propias reglas y sus propios límites, que todo es válido en los propios términos de la obra de arte y que lo predominante hoy es la total promiscuidad de artes, géneros, escuelas y épocas, siempre con el objetivo de explorar y crear algo nuevo, de expandir la capacidad expresiva del ser humano a través del arte.

¿Qué sucede en tanto con la literatura? Muchos poetas siguen fascinados con lo que Stéphane Mallarmé hizo en ¡1897! con Un coup de dés jamais n'abolira le hasard (Un golpe de dados nunca abolirá el azar),  donde jugó con el espacio en blanco y la ubicación cuidadosa de las palabras en la página, permitiendo múltiples lecturas no lineales del texto y anticipa lo que en la actualidad conocemos como “hipertexto”. O con lo que hizo años después Guillaume Apollinaire en sus Caligramas, formando figuras con las letras y que prefigura lo que más adelante será la llamada “poesía visual”. Todo ello en el limitado espacio de la página del libro. Y desde entonces ha sucedido muy poco en términos de innovación formal de la literatura (después de Joyce casi nada), mientras que en las artes visuales la pintura se salió del cuadro y se mezcló con la escultura, la fotografía, la arquitectura, la música, el cine, el video, el teatro y la poesía, creando el arte conceptual, la instalación y el performance.

En un artículo reciente aparecido en The Guardian, Laura Miller destaca que los escritores actuales le han dado la vuelta a incluir en sus historias lo relacionado con la Internet por considerar que lo extremadamente actual del tema atenta contra uno de los objetivos principales de la literatura: la búsqueda de “lo Eterno”. Por ello, muchos autores se refugian en épocas pasadas, en la novela histórica, incluso unas cuantas décadas atrás, para no tener que lidiar con la acuosa “actualidad”.

Y eso sólo se refiere a la temática. En cuanto a la forma, la gran mayoría de los escritores son más que reacios a entrarle a las nuevas formas de publicación, ya no digamos a la edición electrónica o el e-book, sino al blog y, más recientemente, a las redes sociales, como Twitter o Facebook, por considerarlos como “una pérdida de tiempo”, “refugio de aspirantes a escritor” o “pasatiempo de escolapios”. Para muchos escritores —sobre todo los de edad avanzada y algunos jóvenes con alma vieja y pomposa—, el único campo en el que se puede medir lo que es un “verdadero escritor” es el del libro de papel publicado por una “gran” editorial.

Por ello resulta explicable que, mientras las artes visuales avanzan y exploran campos cada vez más insospechados, la literatura parezca estancada y cada año se discuta interminablemente sobre “el fin de la novela” o “el fin de la poesía” o el fin de lo que sea, cuando la realidad es que las nuevas tecnologías, la convergencia de imagen, sonidos y textos en una sola plataforma y un solo soporte, abre posibilidades insospechadas al replanteamiento de los paradigmas de lo narrativo, lo poético y lo textual en general. Las posibilidades están abiertas, pero por lo menos en nuestro entorno inmediato, el de las letras mexicanas, muy pocos se están atreviendo a explorar estas nuevas herramientas, a experimentar y arriesgarse tanto formal como temáticamente.

Lo irrefutable es que hoy, como nunca antes, se ha escrito tanto. Nunca antes como hoy las personas han escrito más poesía, narrativa, ensayo, cartas o lo que sea, a tal grado que lo difícil ahora es entresacar lo bueno de la basura y, más aún, discernir entre lo bueno y lo extremadamente bueno. Como señaló Eco en el libro antes mencionado, la Internet nos ha acercado más que nunca a Gutemberg, a la palabra escrita, pero también nos está alejando de ella y nos está llevando por derroteros inimaginables que muy pocos se están atreviendo a sondear.

(Publicado en el número 15 de la revista cultural En Tierra de Todos)



viernes, octubre 21, 2011

El fetiche del libro de papel



El fetiche del libro de papel
Por Guillermo Vega Zaragoza
(Publicado en la revista Migala núm. ?)
Hace poco apareció en España un libro titulado Enfermos del libro. Breviario personal de bibliopatías propias y ajenas (Universidad de Sevilla, 2009), escrito por el diplomático y bibliófilo Miguel Albero. Es un exhaustivo y ameno compendio de todas las patologías relacionadas con ese artefacto compuesto de caracteres e imágenes impresas en hojas de papel, unidos entre sí en una de sus orillas y aprisionados por unas tapas de algún material un poco más grueso y resistente. La primera de ellas es, desde luego, la bibliofilia: el amor desaforado por los libros. Es decir, no por la lectura en sí, sino por el libro como objeto. Los bibliófilos coleccionan libros, los almacenan en inmensas bibliotecas, persiguen en forma enfermiza incunables, ejemplares raros o primeras ediciones. Son personas que gozan —a veces con un fervor casi erótico— con el contacto de las hojas, el empastado, incluso con el olor característico de los libros viejos o nuevos, no importa. Ah: y además afirman que el libro de papel nunca va a desaparecer, que no hay mejor instrumento para transmitir el conocimiento, que ha durado siglos, que no se necesita energía adicional para hacerlo funcionar, que se puede leer en la alberca, que… Bah, paparruchas.
Simple y sencillamente valdría recordarles un nombre: Eróstrato. Si no les suena es porque fue un tipo que se quiso hacer famoso prendiéndole fuego al Templo de Artemisa en Éfeso. Su maldición ha sido, precisamente, que nadie se acuerde de su nombre. Me atrevo a traerlo a colación para recordarles a todos los bibliófilos que sólo bastaría un pequeño y humilde cerillo encendido para convertir a los objetos de sus amores en cenizas.
Es cierto: exagero. He recurrido al reductio ad absurdum para resaltar que lo que pierden de vista los defensores del libro de papel es que lo importante del libro como invención, como artefacto tecnológico, no es el soporte en sí, sino el formato: ese rectángulo en donde se acomodan las letras en cada página y la posibilidad de leerlas en sucesión o en desorden, como uno quiera. Esa es la fortaleza del libro como idea, como concepto. Eso es lo que va a tardar mucho en desaparecer, hasta que la humanidad invente algo mejor para transmitir el conocimiento de persona a persona y de generación en generación. Lo del soporte es lo de menos, porque la tecnología digital permite el almacenamiento y la distribución de libros electrónicos tan amplia y rápida como nunca antes. Así lo ha destacado Jeff Bezos, el CEO de Amazon, la librería más grande del mundo, cuando lanzó el Kindle, su propio dispositivo para libros electrónicos. Su objetivo (que seguramente logrará en unos años) es que Amazon pueda ofrecer cualquier libro impreso, en cualquier lenguaje en cualquier época, disponible para descarga en 60 segundos.
En efecto, el libro de papel no desaparecerá sino que se convertirá en un asunto de excéntricos y extravagantes, como los cazadores de mariposas, que a nadie molestan y hasta enternecedores resultan. El libro de papel dejará de ser el medio principal para la transmisión de conocimiento y la lectura; dimitirá en favor de los soportes electrónicos, los llamados e-books, o libros electrónicos, que, es cierto, presentan en este momento tanto ventajas (sin duda, la más importante: tener a la disposición inmediata cualquier libro, sin depender del espacio físico, con unos cuantos clicks) como desventajas (las cuestiones de formatos, programas, dispositivos de lectura, etcétera), pero sólo se requiere tiempo para que se resuelvan éstas últimas y pasen a convertirse en el estándar para la edición de libros.
Es comprensible que los bibliófilos se sientan amenazados por la proliferación de la tecnología digital. Eso mismo debieron haber sentido los monjes copistas de la Edad Media con la aparición de la imprenta: “¿Ahora qué haremos?” Nada: comprar libros. Los bibliófilos tendrán que comprarse su Kindle, su iPad o lo que sea que se convierta en el lector dominante), y leer libros electrónicos. 

El infierno de todos los días



El infierno de todos los días
Por Guillermo Vega Zaragoza

(Prólogo a El infierno es una caricia, antología de realismo sucio, compilada por Arturo Terán y Juan Carlos Valdovinos, publicada por Editorial Fridaura, 2011)

El concepto de “realismo sucio” fue originalmente una etiqueta un tanto artificial acuñada por el crítico inglés Bill Buford, en una antología de la revista Granta en 1983, para describir el trabajo de un grupo de escritores norteamericanos como Frederick Barthelme, Raymond Carver, Bobbie Anne Mason, Jayne Anne Phillips, Richard Ford, Elizabeth Tallent y Tobias Wolff. Algunos despistados —incluso así lo definen en diversos “estudios” académicos y hasta en la Wikipedia— le llaman “movimiento”, cuando en realidad los autores mencionados ni se conocían entre sí y mucho menos tenían idea de que lo que escribían tuviera algo de “sucio”. Como se sabe, a los estirados ingleses muchas cosas que hacen los estadounidenses —y en general cualquier persona que no haga la hora del té y no coma fish and chips— tiende a parecerle ocurrente y extravagante, cuando no decididamente degeneradas y perversas (como si para el resto del mundo no fuera suficientemente extravagante y degenerado tener una familia real que no gobierna y sólo es carne de cañón para los periódicos amarillistas).
Así, para Buford, la obra de los autores mencionados es “una ficción que podría ser de cualquier parte: es gente perdida en un mundo lleno de comida chatarra y de los detalles opresivos del consumismo moderno”. Además, “existe una falta de acción en los cuentos de los escritores norteamericanos que buscan, en vez de ello, la revelación de un ambiente o de un momento y un lugar histórico”, por lo que su prosa está “dedicada al detalle local, al matiz, a las pequeñas distorsiones en el lenguaje y el gesto”.
A pesar de la vaguedad de sus argumentos, la etiqueta de de Buford tuvo un éxito inusitado y los críticos se abalanzaron en tropel a rastrear los orígenes del “movimiento” y nombraron a Charles Bukowski “el padrino del realismo sucio”. Algunos han ido más allá y han mencionado entre sus antecedentes a J.D. Salinger e incluso a Ernest Hemingway. Para no quedarnos atrás, en México y Latinoamérica también se ha recurrido a esta etiqueta para clasificar la obra de autores como el mexicano Guillermo Fadanelli (quien en sus inicios prefería calificar lo que escribía como “literatura basura”) y el cubano Pedro Juan Gutiérrez, a quien algunos ocurrentes se han atrevido a llamar “el Bukowski de La Habana”. Si a ésas vamos con el facilismo y me apuran un poco, podríamos decir que José Revueltas es el “abuelo” del realismo sucio en la literatura mexicana y hasta algunas cosas de José Agustín entrarían en el saco.
Ya en serio. ¿De qué hablamos cuando hablamos de “realismo sucio” (parafraseando desde luego a Carver)? Los más ingenuos asocian el término con lo pornográfico, lo “cochino” y lo “guarro”, con la violencia, el machismo y el sexismo, y hasta con cierta tendencia a lo políticamente incorrecto, todo ello encaminado a épater le bourgeois, escandalizar a los biempensantes y suscitar infartos en las almas impresionables.
De entrada, algo hay de cierto en el espíritu “iconoclasta” de ciertos escritores, sobre todo en los más jóvenes —y otros no tanto— que se formaron literariamente con obras provenientes del catálogo de la editorial Anagrama (que publicó en español a Bukowski, Carver y Ford, entre muchos otros de talante parecido): la intención de romper con la solemnidad y “cuadradez” de la literatura dominante, de contradecir la supremacía de lo “exquisito literario” y traer a las letras el lenguaje de la calle, del infierno de lo que le sucede todos los días a las personas comunes y corrientes en un mundo a veces despiadado y a veces sumamente aburrido.
Eso es por lo que respecta al “ánimo”, pero no se queda sólo en eso, sino que también exige ciertos parámetros estilísticos que —y ahí no le erraron tanto los críticos— proviene del mejor Hemingway y de los novelistas hard boiled, de la novela negra policiaca, primordialmente de Raymond Chandler y Dashiell Hammet: en principio, una pronunciada tendencia a la sobriedad, la precisión y una parquedad extrema en el uso de las palabras en todo lo que se refiera a descripción. Por otro lado, los objetos, los personajes y las situaciones se hallan caracterizados de la manera más concisa y superficial posible. Se utilizan al mínimo los adjetivos y los adverbios, dado que debe ser el contexto el que sugiera el sentido profundo de las situaciones, los estados de ánimo y las atmósferas. Es decir, se recurre a cierto “minimalismo”, a la utilización mínima de recursos estilísticos para provocar una sensación de alejamiento hacia los personajes y hechos narrados, sin importar que sean los más triviales y cotidianos, o los más atroces y emotivos.
Así, en esta colección de relatos, compilada por Arturo Terán y Juan Carlos Valdovinos, tenemos a 18 autores —un tercio de ellos del sexo femenino—, en su mayoría jóvenes, algunos con un recorrido razonable en su carrera literaria, otros con apenas unas cuantas publicaciones, pero todos vinculados por esta tendencia escritural—que es preferible a decir que se trata de un “movimiento”, un género o un estilo.
A continuación podrán leer lo mismo historias descarnadas, grotescas, violentas, plenas de un intenso y extraño erotismo, que los descarnados avernos de lo cotidiano, de la fatuidad existencial, del encabronamiento de personajes que se juegan el todo por el todo por una cerveza, por un popper, por una caricia o por el amor eterno.
Más allá de las etiquetas, en El infierno es una caricia hay una buena muestra de la narrativa de lo que se escribe desde el aquí y el ahora, de personajes inmersos aferrados a los últimos reductos de humanidad que les permite una sociedad despiadada, enajenada por el consumismo y los medios de comunicación, por el egoísmo y la avaricia de un sistema que a veces parece arrastrarnos inexorablemente a la catástrofe.
Paradójicamente, en estos personajes desahuciados, sin mayores expectativas que la propia sobrevivencia, es posible que el lector encuentre un atisbo de esperanza para soportar su propio e insoportable infierno de todos los días.

lunes, octubre 10, 2011

Viñetas de una “deseducación” masculina


por Guillermo Vega Zaragoza

Aunque es el padre el que provee de la figura masculina, de ejemplo y modelo de comportamiento al hijo varón, lo cierto es que la madre cumple un papel fundamental en la configuración de la personalidad masculina, ya sea reforzando o contradiciendo lo que los preceptos del padre establecen acercan de lo que significa “ser hombre”. Luego, con el concurso de la escuela, la sociedad y los demás hombres y mujeres, el hijo configurará su propia idea de “lo masculino” para tratar de ajustarse a lo que la sociedad, pero sobre todo las féminas, esperan de él.
Provengo de una familia formada sólo por hombres: mi padre y cinco hijos. Yo fui el menor. Mi madre fue la única figura femenina, además de algunas tías y primas, a partir de la cual configuré en los primeros años de mi vida mi idea de lo que significaba “ser hombre”. Todo ese saber, como sucede en la gran mayoría de los casos, fue transmitido en forma oral y no necesariamente dirigido a mí sino en forma de comentarios que mi madre hacía sobre otras mujeres y la forma en que esas mujeres se relacionaban con los hombres. Mi madre nació en una ranchería de Michoacán, así que muchos de esos comentarios tomaban la forma de dichos o refranes, que a su vez habían sido contados a ella por su madre o su abuela. Se trataba de pautas de comportamiento ancestral transmitido de generación en generación con la fuerza incontrovertible de la sabiduría popular.
Recuerdo, por ejemplo, una frase: “Cuiden a sus gallinas porque mis gallos andan sueltos”, la cual implicaba, desde luego, que es la mujer la que debe cuidarse de las “acometidas” de los hombres, ya que ellos sólo hacen lo que tienen que hacer en su papel de machos: buscar hembras. En esa aparentemente inocente frase se encierra todo un mundo de implicaciones acerca del rol que deben jugar tanto hombres como mujeres al momento de relacionarse.
Mi familia estuvo formada de la manera tradicional: mi padre proveía y mi madre nos atendía en casa. Como hombres educados “tradicionalmente”, a mí y a mis hermanos, no se nos enseñó a realizar “labores del hogar” (lavar, planchar, coser, cocinar, etcétera) y supongo que mi madre las hizo gustosa, aunque a veces se quejara, porque había asumido que ese era su papel, que estaba cumpliendo con el rol que se esperaba de ella. Todo eso estuvo bien hasta que llegó la edad de tener novia y vislumbrar la posibilidad de formar una familia propia.
A la primera novia “seria” que tuve, a los 19 años, ya estando en la universidad le planteé que, de llegar a casarnos, yo quería tener una familia como la mía: es decir, yo trabajaría para mantenerla a ella y a los cinco hijos que tendríamos. Dado que estaba ella estaba estudiando, terminaría su carrera y podría buscarse un trabajo, pero sólo de medio tiempo, ya que en las tardes tendría que atender a los niños. Ah, pero sólo podría trabajar hasta que el más pequeños entrara a la escuela, porque a mí no me gustaba eso de las guarderías (en realidad, a la que no le gustaba era a mi madre o eso había dicho alguna vez).
Esa novia —con la que finalmente no me casé— me miró atónita durante toda mi perorata y me dijo cuando terminé: “¿Pero es que tú estás loco o qué te pasa?”. Ella provenía de una familia donde su madre siempre había trabajado y su padre no sólo proveía sino que compartía las obligaciones de la crianza de los hijos y los quehaceres del hogar, a partes iguales. Ese fue mi primer encontronazo con la posibilidad de que mi modelo de familia no fuera el único, pero sobre todo el primer cuestionamiento acerca de lo que significa “ser hombre” en la sociedad en la que me desenvolvía.
Mucho tiempo después vine a entender que a muchos hombres nos habían educado para ser Pedro Infante, o por lo menos el prototipo de personaje que interpretó este actor en la mayoría de sus películas: el tipo simpático, cantador, galán, encantador con las mujeres, algo tomador y “ojo alegre”, pero enamorado y cumplidor.  Y, como Pedrito, teníamos que salir en busca de nuestra “Chorreada”: la mujer sumisa, comprensiva, abnegada, que asumiera su rol pasivo al lado de “su hombre”.
Y también entendía que se habían acabado las “Chorreadas”, que por lo menos en el medio social en el que me desenvolvía cada vez era más difícil —si no imposible— encontrar una mujer que quisiera formar una familia “tradicional” como en la que yo había sido criado. El camino del “desaprendizaje” de esa concepción acerca de la masculinidad fue ardua y dolorosa, y empezó con el aprendizaje de las cosas más elementales, como, por ejemplo, hacer “labores del hogar”, es decir, aprender a valerme por mí mismo, sin necesidad de una mujer (mi madre o una esposa) que las hiciera por mí. Por eso entiendo que muchos hombres de mi generación, pero también de otras posteriores y no se diga anteriores, no hayan podido hacer frente a ese reto y hayan preferido sucumbir, que vayan de fracaso en fracaso en sus relaciones, acumulando divorcios o, en los casos más extremos, ejerciendo violencia emocional o física a sus parejas, como una forma de desahogar la frustración que les embarga al no poder entender que el modelo de masculinidad que se nos inculcó hoy es totalmente obsoleto. Me atrevo a aventurar la hipótesis de que mucha de la violencia contra las mujeres en nuestro país es consecuencia de esta incapacidad de la sociedad machista de entender estos cambios de roles.
Existe un libro muy bello, escrito por el poeta Robert Bly, titulado Iron John: una nueva visión de la masculinidad, en el que a partir del cuento de “Juan del Hierro” desentraña las vicisitudes de lo que significa “ser hombre” en la actualidad. El principal reto, nos dice Bly, es que el hombre tiene que establecer contacto con su lado femenino, de tal manera que pueda comunicarse en un mundo donde las mujeres han dejado de jugar el papel tradicional de comparsa masculina y reclaman plena igualdad de derechos y obligaciones.
Se trata de un camino arduo, pero no imposible, donde también las mujeres juegan un papel importantísimo, haciendo conciencia de no transmitir inconcientemente esos preceptos ya caducos acerca de la masculinidad a sus hijos y, sobre todo, comprendiendo a los hombres como pareja y compañeros de trabajo, a quienes no les es fácil de ninguna manera ese proceso de “desaprendizaje”.
  
(Publicado en la revista Hysterias núm. 2)

sábado, octubre 01, 2011

In memoriam Constantino Vega Mendieta (19/09/1919-03/10/2008)


El próximo lunes 3 de octubre se cumplen tres años del fallecimiento de mi padre, don Constantino Vega Mendieta.

Quiero recordarlo desde hoy con un bello poema escrito por el gran amigo y escritor Javier Raya, que dice algo de lo que también yo quiero decir acerca de mi padre.

El nombre del padre 
por Javier Raya 

Como la hora es propicia, y aún nos queda tiempo, 
les pedimos que canten… 
Luis Cernuda

Uno viene al mundo a ver qué tiene
y lleva puesto el nombre de su padre inseparable de sí
como el el fuego el color del fuego.
Y se da que uno reniega del nombre como extensión
y se encapricha en ser nombrado por el mérito sólo
de sus propias hazañas:
ningún hombre ocurre dos veces.
Pero sé que mi modo de mirar (eso amable
o cálido, la gracia para abrazar extrañas
con familiaridad) es émulo
de la amabilidad de mi padre,
y mis modos de enfurecer hacia dentro,
el modo en que cierta música puede romperme
es más suyo que mío.
Más que su apellido, tengo del viejo
un método infalible para equivocarme.

(De Por los rasgos una bayoneta, Fondo Editorial Tierra Adentro, Colección La Ceibita, 2011)